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Advenimiento de Ahriman (Antroposofía)

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Advenimiento de Ahriman (Antroposofía) Empty Advenimiento de Ahriman (Antroposofía)

Mensaje por Invitado 26/6/2009, 04:24

Hola, bueno, no es un blog, pero creo que es una lectura interesante.

conexiones

¿que es el juego de la realidad?(ed. athenea)

el advenimiento de ahriman (por Robert S. Mason)

filosofia de la libertad(por Rudolf Steiner)

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Advenimiento de Ahriman (Antroposofía) Empty Re: Advenimiento de Ahriman (Antroposofía)

Mensaje por Invitado 29/6/2009, 02:37


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Advenimiento de Ahriman (Antroposofía) Empty Re: Advenimiento de Ahriman (Antroposofía)

Mensaje por Invitado 9/8/2009, 12:29


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Advenimiento de Ahriman (Antroposofía) Empty Re: Advenimiento de Ahriman (Antroposofía)

Mensaje por Invitado 16/9/2009, 04:53

Hola, e visto ke el enlace anterior ya no esta operativo, pero encontre que tratan el tema en la biblioteca pleyades.

El advenimietno de ahrimean en biblioteca pleyades

y tambien lo fiche en la revista biosofia / el advenimiento de ahriman

SALUD2

PAZ

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Advenimiento de Ahriman (Antroposofía) Empty Re: Advenimiento de Ahriman (Antroposofía)

Mensaje por Invitado 28/9/2009, 06:13

El peor enemigo es la ignorancia.

Arrow RUDOLF STEINER

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Advenimiento de Ahriman (Antroposofía) Empty LA FILOSOFIA DE LA LIBERTAD

Mensaje por Invitado 4/10/2009, 05:44

I
EL ACTUAR HUMANO CONSCIENTE
¿Es el hombre en su pensar y actuar un ser espiritualmente libre, o se encuentra sujeto al dominio de una necesidad absoluta, de acuerdo con las leyes de la naturaleza?. Pocas cuestiones se han tratado con tanta sagacidad como ésta. La idea de la libertad de la voluntad humana cuenta tanto con un gran número de partidarios vehementes, como de adversarios obstinados. Hay hombres que en su apasionamiento moral consideran de escasa inteligencia al que llega a negar un hecho tan evidente como la libertad. Frente a ellos existen otros para quienes el colmo de lo científico es creer que las leyes de la naturaleza quedan interrumpidas en el dominio del actuar y del pensar humano. La misma cosa se considera como el bien más preciado de la humanidad y, al mismo tiempo, como la más grave ilusión. Se ha empleado infinita sutileza para explicar cómo la libertad humana es compatible con los procesos de la naturaleza, a la que también el hombre pertenece. No menor ha sido el esfuerzo con que otros han tratado de comprender cómo ha podido surgir semejante idea absurda. Indudablemente se trata de uno de los más importantes problemas de la vida, de la religión, de la conducta y de la ciencia, como lo ha de sentir todo aquél que lo considere con un mínimo de profundidad. Realmente es parte de los tristes síntomas de la superficialidad del pensamiento actual, el hecho de que un libro, que como resultado de la investigación naturalista moderna intenta crear una “nueva fe ”(David Friedrich Strauss,“1 La antigua y la nueva fe”) no contenga, sobre esta cuestión, más que las siguientes palabras:
“No hemos de tomar en consideración aquí la cuestión de la libertad de la voluntad humana. Pues la supuesta libertad de elección indiferente, siempre ha sido considerada como una ilusión por toda filosofía digna de este nombre. Con todo, esta cuestión no toca la valoración moral del actuar y pensar humano”.
Cito este pasaje, no porque yo considere dicho libro de mucha importancia, sino porque me parece que expresa la opinión a la que ha llegado la mayoría de nuestros pensadores contemporáneos con respecto a esta cuestión. Que la libertad no puede consistir en que de dos posibles acciones, uno pueda elegir la una o la otra enteramente a su voluntad, parece saberlo cualquiera que pretenda haber alcanzado una cierta preparación científica. Se afirma que siempre existe un motivo bien definido para que, entre varias acciones posibles, se ejecute una determinada.
Esto parece evidente. No obstante, hasta el presente, los ataques principales de los adversarios de la libertad se dirigen solamente contra la libertad de elección. Así, por ejemplo, Herbert Spencer,2 cuyas ideas se difunden cada vez más, dice en su libro “Los principios de la psicología”:
“El que cada uno pueda voluntariamente desear o no desear, como de hecho dice el dogma de la libre voluntad, queda rechazado, tanto por el análisis de la conciencia como asimismo por el contenido del capítulo precedente” (del citado libro).
Otros al combatir el concepto de la libre voluntad parten del mismo punto de vista. El germen de todas las consideraciones al respecto se encuentra ya en la obra de Spinoza.3 Lo que él expresó en términos claros y sencillos contra la libertad, se ha repetido desde entonces innumerables veces, sólo que casi siempre envuelto en sutiles doctrinas teóricas, de modo que resulta difícil descubrir el sencillo razonamiento de que realmente se trata. En una carta del año 1674, Spinoza escribe:
“Es que yo llamo libre a lo que existe y actúa simplemente por la necesidad inherente a su naturaleza; y llamo forzado, a aquello cuya existencia y acción está determinada por otra cosa de manera exacta y fija. Dios, por ejemplo, aunque necesario, es no obstante, libre, porque existe solamente por la necesidad de su naturaleza. Dios, de igual modo, se conoce a sí mismo y conoce todo lo demás libremente, porque resulta de la necesidad de su naturaleza el que El conozca todo. Vemos, por lo tanto, que yo no establezco la libertad en la libre decisión, sino en la libre necesidad”.
“Pero descendamos a las cosas creadas, cuya existencia y función están determinadas sin excepción por causas exteriores, de modo fijo y exacto. Para comprenderlo más claramente, representémonos un hecho bien sencillo. Por ejemplo: una piedra recibe por la acción de una causa exterior, una determinada cantidad de movimiento, por la cual, sigue necesariamente moviéndose después de cesar el impacto de la causa exterior. Esta inercia por la que la piedra sigue moviéndose no es necesaria sino forzada, porque hay que definirla por el impacto de una causa exterior. Lo que en este caso vale para la piedra, vale igualmente para cualquier otra cosa, por más compleja y polifacética que sea; es decir, que todo está determinado necesariamente a existir y actuar de modo fijo y preciso por causas externas”.
“Supongamos ahora que la piedra, mientras está en movimiento, piensa y sabe que se esfuerza lo más que puede en continuar moviéndose. Esta piedra que sólo es consciente de su esfuerzo, y no actúa de modo indiferente, creerá que es enteramente libre y que sólo continúa moviéndose porque así lo quiere. Pues ésta y no otra es la libertad humana que todos pretenden poseer, y que sólo consiste en que el hombre es consciente de su deseo, pero sin conocer las causas que determinan su actuar. Del mismo modo, el niño cree que desea la leche libremente, y el muchacho colérico que libremente exige vengarse, y el miedoso la huida. Asimismo, el ebrio cree que dice por libre decisión lo que en estado normal preferiría no haber dicho; y como este prejuicio es innato a todos los hombres, no les es fácil librarse de él. Pues a pesar de que la experiencia nos enseña claramente que el hombre no sabe moderar sus deseos, y que, impulsado por pasiones contrarias, si bien es consciente de lo bueno, hace lo malo; no obstante, se considera libre porque hay cosas que él desea menos que otras, y porque puede refrenar fácilmente algunos deseos a través del recuerdo de otros que a menudo le surgen”.
Puesto que aquí se nos presenta una opinión clara y expresada con precisión, será también fácil descubrir el error fundamental que encierra. Se sostiene que con la misma necesidad con que la piedra, debido a un impulso, ejecuta un determinado movimiento, el hombre ha de emprender una acción cuando algún motivo le incita a ello. Sólo porque el hombre es consciente de su acción, se considera a sí mismo como el causante libre de ella. Pero no se da cuenta de que le incita un motivo, al cual se ve obligado a obedecer. Pronto descubre el error de este razonamiento. Spinoza y todos los que piensan como él no advierten que el hombre no solamente tiene conciencia de sus acciones, sino que también puede ser consciente de las causas que le guían. Es innegable que, al desear la leche, el niño no es libre, como tampoco lo es el ebrio cuando dice cosas de las que más tarde se arrepiente. Ninguno de ellos es consciente de las causas que actúan en lo hondo de su organismo, y a cuya fuerza irresistible obedecen. Pero ¿está justificado equiparar actos de esta naturaleza con aquéllos en los que el hombre es consciente, no solamente de su actuar, sino también de los motivos que le inducen a ello? ; ¿es que las acciones de los hombres son todas de igual naturaleza? ; ¿se puede, con rigor científico, colocar la acción del guerrero en el campo de batalla, la del investigador en el laboratorio, la del hombre de Estado en complejos asuntos diplomáticos, en el mismo nivel que la del niño al desear la leche?. No cabe duda de que para resolver un problema lo mejor es atacarlo por su lado más sencillo. Pero es bien cierto que la falta de discernimiento ha causado a menudo inmensa confusión. Y desde luego existe una diferencia fundamental entre si yo sé por qué actúo o si no lo sé. En principio esto parece ser una verdad evidente. Sin embargo, los adversarios de la libertad nunca preguntan si un motivo que reconozco y comprendo significa para mí una coacción en el mismo sentido que el proceso orgánico hace al niño pedir llorando la leche.
Eduard von Hartmann,4 en su “Fenomenología de la conciencia ética”, afirma que la voluntad humana depende de dos factores principales, a saber, de los motivos y del carácter. Si consideramos a todos los hombres como iguales, o bien sus diferencias como insignificantes, parecerá que su voluntad viene determinada desde afuera, es decir, por las circunstancias que se les presentan. Sin embargo, si se considera que hay personas que sólo hacen motivo de su actuar una idea o una representación, cuando dicha idea despierta en su interior un deseo de acuerdo con su carácter, entonces el hombre parece determinado desde dentro, y no desde fuera. Así el hombre se cree libre, o sea, independiente de motivos exteriores porque, tiene primero que convertir en motivo, de acuerdo con su carácter, la idea que se le impone desde fuera. Pero, según Eduard von Hartmann la verdad es que:
“Aunque es cierto que somos nosotros mismos los que elevamos a motivos esas ideas, no lo hacemos libremente, sino por la necesidad de nuestra disposición caracterológica, es decir, en absoluto, libres”.
También aquí se deja de tomar en consideración la diferencia que existe entre motivos que sólo dejo actuar después de haberlos ponderado conscientemente, y aquéllos a los que obedezco sin tener clara conciencia de ellos.
Esto nos conduce directamente al punto de vista desde el cual hemos de considerar la cuestión. ¿Es correcto plantear de un modo unilateral el problema de la libertad de la voluntad?, y si no, ¿con cuál otro hay, necesariamente, que relacionarlo?.
Si existe diferencia entre un motivo consciente de mi actuar y un impulso inconsciente, es indudable que aquél conducirá a una acción que deberá juzgarse de modo distinto que aquélla que se debe a un impulso ciego. Por lo tanto, en primer lugar hay que preguntar en qué consiste esa diferencia. Y sólo del resultado dependerá cómo debemos plantear la cuestión de la libertad.
¿Qué significa ser consciente de los motivos de su actuar?. Esta pregunta no se ha tomado suficientemente en cuenta porque, lamentablemente, siempre se ha partido en dos lo que es un todo invisible, esto es, el hombre. Se ha hecho una distinción entre el que actúa y el que tiene conocimiento, sin considerar debidamente a aquél de quien se trata principalmente, o sea, el que actúa a partir del conocimiento.
Se dice que el hombre es libre cuando únicamente se deja guiar por la razón, y no por los apetitos animales; o bien, que ser libre significa poder determinar su vida y su actuar, según fines y decisiones.
Pero con afirmaciones de esta naturaleza no se gana nada. Pues ésta es precisamente la cuestión: si la razón, los fines y las decisiones ejercen sobre el hombre una fuerza coactiva, como la que ejercen los apetitos animales. Cuando sin mi intención surge en mí una decisión razonable, exactamente con la misma necesidad que el hambre y la sed, no puedo sino obedecerla forzosamente; y mi libertad se convierte en ilusión.
También se ha dicho: ser libre no significa poder querer lo que se quiere, sino poder hacer lo que se quiere. Este pensamiento lo ha caracterizado con agudeza el poeta y filósofo Robert Hamerling5 en su obra “Atomística de la Voluntad”:
“El hombre puede ciertamente hacer lo que quiere; pero no puede querer lo que quiere, puesto que su voluntad está determinada por motivos”
“¿No puede querer lo que quiere?. Examinemos más de cerca estas palabras. ¿Tienen realmente sentido?. Entonces, ¿la libertad del querer debería consistir en poder querer algo sin razón y sin motivo?. Pero, ¿qué significa querer, sino tener un motivo de hacer o de desear una cosa más que otra? Querer algo sin razón o sin motivo significaría querer algo sin quererlo. Al concepto de querer se une inseparablemente el concepto del motivo. Pues sin un motivo determinante la voluntad se convierte en una facultad vacía; sólo por el motivo se hace activa y real. Por lo tanto, es enteramente correcto decir que la voluntad humana no es “libre”, en cuanto que su dirección está siempre determinada por el motivo más fuerte. Por otra parte hay que admitir que frente a esta “falta de libertad” es absurdo hablar de una concebible “libertad” de la voluntad, que consistiría en poder querer lo que no se quiere”.
También en este caso se habla solamente de motivos en general, sin tomar en consideración la diferencia entre los motivos inconscientes y los conscientes. Si tengo forzosamente que obedecer a un motivo porque se evidencia como el “más fuerte” entre otros, la idea de libertad deja de tener sentido. ¿Cómo puede tener importancia para mí el poder hacer algo o no, si el motivo me fuerza a hacerlo?. Lo que importa ante todo no es la cuestión de si yo, a causa de un motivo, puedo hacer algo o no, sino si solamente existen motivos que actúan necesariamente. Si me veo forzado a querer algo, me será, según las circunstancias, totalmente indiferente, si puedo, además, hacerlo. Si a causa de mi carácter, y debido a las circunstancias de mi entorno, surge un motivo imperioso que mi pensar juzga insensato, tendría entonces que estar contento de no poder hacer lo que quiero.
Lo que importa no es si puedo ejecutar una decisión que he tomado, sino cómo esa decisión se forma en mí.
Lo que distingue al hombre de todos los demás seres orgánicos, reside en su pensar racional. La actividad la tiene en común con otros organismos. No se gana nada si para aclarar el concepto de la libertad del actuar humano se buscan analogías en el reino animal. La ciencia natural moderna es propensa a semejantes analogías. Y cuando llega a encontrar en los animales algo similar a la conducta humana, cree haber tocado la cuestión más importante de la ciencia acerca del hombre. A qué malentendidos conduce esta opinión lo muestra, por ejemplo, el libro “La ilusión del libre albedrío” de P.Rée (1885), en el que dice lo siguiente sobre la libertad:
“Es fácil explicar que el movimiento de la piedra es necesario, pero que lo sea la voluntad del asno no lo es. Las causas del movimiento de la piedra se hallan fuera y visibles, pero las causas del querer del asno se hallan dentro, invisibles: entre nosotros y el sitio de su función se encuentra el cráneo del asno. No se ve la causa determinante, y entonces se piensa que no existe. Se explica que el querer es la causa de que el asno se mueva; pero que este querer es de por sí incondicional, un punto de partida absoluto”.
También aquí simplemente se omiten las acciones del hombre en las cuales él es consciente de los motivos de su actuar; pues Rée declara: “Entre nosotros y el sitio de su función se encuentra el cráneo del asno”.
A juzgar por estas palabras, Rée está lejos de ver que si bien no existen en el asno, existen sin duda acciones del hombre en las que entre nosotros y éstas se halla el motivo plenamente consciente. Y pocas páginas más adelante, lo prueba él mismo diciendo: “No percibimos las causas que condicionan nuestro querer, y por ello pensamos que no está condicionado causalmente”.
Pero basta de ejemplo que demuestran que muchos combaten la libertad sin saber siquiera en qué consiste.
Se sobreentiende que una acción cuyo autor no sabe por qué la realiza, no puede ser libre. ¿Pero qué relación tiene con aquélla, de cuyos motivos es consciente?. Esto nos conduce a la pregunta: ¿cuál es el origen y el significado del pensar?. Pues, sin el reconocimiento de la actividad pensante del alma, no es posible formarse el concepto de algo y, por consiguiente, tampoco el de una acción. Si llegamos a conocer lo que significa el pensar en general, también será fácil llegar a comprender la importancia del pensar para el actuar humano. Con razón dice Hegel: “El pensar hace que el alma, que el animal también posee, se eleve a espíritu”; y por este motivo el pensar ha de imprimir al actuar humano su carácter peculiar.
De ningún modo se puede afirmar que todo nuestro actuar fluya de la pura reflexión de nuestro intelecto. No puedo calificar de humanas en el sentido más elevado solamente aquellas acciones que proceden del juicio abstracto. Pero tan pronto como nuestro actuar se eleva por encima del dominio de los apetitos puramente animales, nuestros motivos se hallan permeados de pensamientos. El amor, la compasión, el patriotismo son móviles del actuar que no pueden ser explicados por medio de fríos conceptos intelectuales. Se dice que en este campo el corazón y el alma hacen valer sus derechos. Sin duda. Pero el corazón y el ánimo no crean los móviles del actuar, sino que los presuponen y los acogen en sí. En mi corazón surge la compasión cuando en mi conciencia se produce la impresión de una persona que me da pena. El camino al corazón pasa por el intelecto, y el amor no es excepción. Si no se reduce a la mera expresión del instinto sexual, se basa en la idea que del ser amado nos hacemos; y cuanto más idealista es esta representación, tanto más profundo es el amor. También aquí es el pensamiento el padre del sentimiento. Se dice que el amor es ciego para con los defectos del ser amado. Pero también se puede considerar esto a la inversa y afirmar que justamente el amor abre los ojos para descubrir sus cualidades. Muchos pasan sin advertirlas, mas uno las ve, y precisamente por eso se despierta en su alma el amor. No ha hecho otra cosa, sino formarse una idea, una representación de algo de lo que otras cien personas no tienen ninguna. Ellos no tienen el amor, porque carecen de la representación.
Por donde quiera que se enfoque la cuestión, cada vez resulta más evidente que la pregunta referente a la naturaleza del actuar humano, presupone la del origen del pensar. Por esta razón, me ocuparé primero de esta cuestión.

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Mensaje por Invitado 4/10/2009, 05:46

La Filosofia de La Libertad
II
EL IMPULSO FUNDAMENTAL HACIA LA CIENCIA
Dos almas viven, ¡ay! en mi pecho,
la una quiere separarse de la otra.
la una, con órganos tenaces,
se aferra al mundo en intenso deleite amoroso,
la otra, se eleva con vigor desde las tinieblas
hacia las regiones de los excelsos antepasados.
(Fausto I)
Con estas palabras expresa Goethe un rasgo característico profundamente arraigado en la naturaleza humana. El hombre no es un ser organizado unitariamente. Siempre exige más de lo que el mundo le da espontáneamente. La Naturaleza nos ha dado necesidades; entre ellas hay muchas cuya satisfacción requiere nuestra propia actividad. Abundantes son los dones que hemos recibido, pero más lo son nuestros deseos. Parece que hemos nacido para el descontento. Y un caso especial de este descontento es nuestra sed de conocimiento. Miramos dos veces a un árbol. Una vez vemos sus ramas quietas, la otra, en movimiento. No nos contentamos con esta observación. ¿Por qué se nos presenta el árbol una vez en calma, la otra en movimiento?, preguntamos. Cada mirada a la Naturaleza suscita en nosotros una suma de preguntas. Cada fenómeno que percibimos nos plantea un problema. Cada experiencia se convierte en un enigma. Vemos que del huevo sale un ser semejante al animal madre, y nos preguntamos cuál es la causa de este parecido. Observamos en un ser vivo su crecimiento y desarrollo hasta un determinado grado de perfección, y tratamos de descubrir las condiciones a las que se debe esta experiencia. Nunca nos contentamos con lo que la Naturaleza ofrece a nuestros sentidos. Siempre tratamos de encontrar lo que llamamos la explicación de los hechos.
Aquello de más que buscamos en las cosas, aparte de lo que ellas nos dan de modo espontáneo, hace que todo nuestro ser se desdoble en dos partes: nos damos cuenta del contraste entre nosotros y el mundo. Nos encontramos como seres independientes frente al mundo. El universo aparece ante nosotros en dos contraposiciones: el Yo y el Mundo.
Erigimos esta pared divisoria entre nosotros y el mundo tan pronto como aparece en nosotros la conciencia. Pero jamás dejamos de sentir que, no obstante, pertenecemos al mundo, que existe un lazo que nos une con él, que somos un ser que no se halla fuera del universo, sino dentro de él.
Este sentimiento genera el impulso de conciliar esta oposición. Y en la conciliación de dicha oposición consiste, en último término, toda la aspiración espiritual de la humanidad. La historia de la vida espiritual es la búsqueda continua de la unidad entre nosotros y el mundo. La religión, como el arte y la ciencia persiguen todos este fin. El creyente busca en la revelación que Dios le concede la solución a los enigmas del mundo que surgen en su yo, el cual no se contenta con el mundo de las meras apariencias. El artista trata de expresar a través de sus materiales las ideas de su yo, con el fin de conciliar lo que vive en su ser interior con el mundo exterior. Tampoco él se siente satisfecho con las meras apariencias del mundo exterior y procura darle aquel elemento adicional que su yo encierra. El pensador investiga las leyes humanas de los fenómenos, se esfuerza por penetrar con el pensar en lo que descubre por la observación. Sólo cuando hemos integrado el contenido del mundo al contenido de nuestros pensamientos, sólo entonces, restablecemos la unión de la que nosotros mismos nos hemos apartado. Más adelante veremos que esta meta solamente se conseguirá cuando la misión del investigador científico se conciba mucho más profundamente de lo que se hace a menudo. Toda la situación que acabo de exponer, se nos presenta en un fenómeno de la historia: en el contraste entre la concepción del mundo como unidad, o monismo, y la teoría de la dualidad del mundo, esto es, el dualismo. El dualismo dirige la mirada únicamente hacia la separación entre el yo y el mundo hecha por la conciencia del hombre. Todo su esfuerzo se traduce en una lucha impotente por conciliar dichas oposiciones, que llama espíritu y materia, o sujeto y objeto, o también, pensamiento y apariencia. Tiene el sentimiento de que debe de haber un puente entre ambos mundos, pero es incapaz de encontrarlo. Al sentirse a sí mismo como “Yo”, el hombre no puede sino pensar que este “Yo” pertenece al espíritu; y al contraponer este Yo al mundo, tiene que otorgar a éste el mundo de la percepción sensorial, esto es, el mundo material. Con ello el hombre se coloca a sí mismo dentro de la oposición espíritu y materia. Lo tiene que hacer puesto que su propio cuerpo pertenece al mundo material. El “Yo” pertenece al mundo espiritual como una parte del mismo; las cosas y los procesos materiales perceptibles por los sentidos, pertenecen al “mundo”. Todos los enigmas referentes al espíritu y la materia, los vuelve a encontrar también el hombre en el enigma fundamental de su propio ser. El monismo dirige la mirada únicamente hacia la unidad y trata de negar o borrar los contrastes que de todos modos existen. Ninguna de las dos concepciones puede ser satisfactoria, puesto que no toman en consideración los hechos. El dualismo ve en el espíritu (el Yo) y en la materia (el mundo) dos entidades fundamentalmente distintas, y no puede por tanto comprender cómo ambas interactúan. ¿Cómo puede saber el espíritu lo que sucede en la materia, si las características de su naturaleza le son totalmente extrañas?, o ¿cómo puede, en estas circunstancias, actuar sobre ella, de modo que sus intenciones se transformen en hechos?. Para resolver estos problemas se han formulado las hipótesis más sagaces, pero también las más desatinadas. Pero hasta el momento la situación del monismo no se presenta mucho mejor. Ha tratado de encontrar soluciones de tres maneras distintas: o niega el espíritu, en cuyo caso se convierte en materialismo; o niega la materia para buscar la solución en el espiritualismo; o bien afirma que hasta en el ser más primitivo del mundo, materia y espíritu se hallan unidos indisolublemente, por lo que no es de extrañar que también en el ser humano aparezcan estas dos naturalezas de existencia que, de hecho, no están separadas en ninguna parte.
El materialismo no puede en absoluto ofrecer una explicación satisfactoria del mundo. Pues todo intento de explicación tiene que partir del hecho de que el hombre forma pensamientos sobre los fenómenos del mundo. El materialismo, por lo tanto, comienza como un pensamiento sobre la materia o sobre los procesos materiales. Con ello se enfrenta a hechos que pertenecen a dos campos distintos: al mundo material, y a los pensamientos sobre éste. Trata de comprender este último considerándolo como un proceso puramente material. Cree que el pensamiento se produce en el cerebro de un modo parecido al de la digestión en los órganos animales. Así como atribuye a la materia funciones mecánicas y orgánicas, del mismo modo le asigna, bajo determinadas condiciones, la capacidad de pensar. No se da cuenta que con ello sólo ha trasladado el problema a otro lugar. En vez de a sí mismo, atribuye a la materia la capacidad de pensar. Con ello vuelve a encontrarse en su punto de partida. ¿Qué ocurre para que la materia piense sobre su propio ser? ¿Por qué no se contenta simplemente consigo misma y asume su propio ser?. El materialista ha apartado la vista del sujeto determinado, de nuestro propio yo, y la ha puesto en algo vago y nebuloso: y aquí se enfrenta al mismo enigma. La concepción materialista no es capaz de solucionar el problema, sino sólo de trasladarlo.
¿Cómo se presenta la concepción espiritualista? El espiritualista puro niega la existencia independiente de la materia y sólo la considera como un producto del espíritu. Si aplica esta concepción para resolver el enigma de la propia entidad humana, se ve en un aprieto. Frente al Yo, al que se puede poner del lado del espíritu, se halla, sin que medie cosa alguna, el mundo sensible. A éste no parece abrirse ningún acceso espiritual, el Yo tiene que percibirlo y experimentarlo por medio de procesos materiales. El Yo no encuentra en sí mismo tales proceso materiales si pretende considerarse tan sólo como entidad espiritual. En lo que el Yo trabaja por sí mismo espiritualmente, no hay nada del mundo sensible. Parece que el “Yo” tiene que reconocer que el acceso al mundo le quedaría cerrado, si el vínculo con él no lo estableciera de un modo no espiritual. De la misma manera, cuando pasamos a la acción, tenemos que realizar nuestras intenciones por medio de las sustancias y fuerzas materiales. Por lo tanto, dependemos del mundo exterior. El espiritualista más extremo, o si se quiere, el pensador que a través del idealismo absoluto, aparece como el espiritualista más extremo, el Johann Gottlieb Fichte. Él intentó derivar del “Yo” todo el universo. Lo que de esta manera realmente logró, es una grandiosa imagen mental del mundo sin contenido de experiencia alguna. Tan imposible le es al materialista decretar la inexistencia del espíritu, como al espiritualista la inexistencia del mundo material exterior.
Por el hecho de que, al dirigir el hombre la atención del conocimiento hacia el “Yo”, lo primero que percibe es el actuar de este “Yo” en la configuración mental del mundo de las ideas, la concepción de orientación espiritualista, al considerar la propia entidad humana, podrá sentirse tentada a reconocer como espíritu, únicamente este mundo de las ideas. De esta manera, el espiritualismo se convierte en idealismo unilateral. No consigue buscar, a través del mundo de las ideas, un mundo espiritual; ve el mundo espiritual en el mundo mismo de las ideas. Esto le lleva a que, con su concepción del mundo, quede como atrapado, dentro de los límites de la actividad del “Yo” mismo.
Una curiosa variación del idealismo la constituye la concepción de Friedrich Albert Lange, expuesta en su muy leída “Historia del Materialismo”. Para él el materialismo tiene razón al considerar que todos los fenómenos del mundo, incluido nuestro pensar, son el producto de procesos puramente materiales; que a la inversa, la materia y sus procesos son un producto de nuestro pensar.
“Los sentidos nos dan... los efectos de las cosas, no las imágenes fieles de las cosas, ni las cosas mismas. A estos meros efectos pertenecen también los sentidos mismos juntamente con el cerebro y sus supuestas vibraciones moleculares”.
Esto quiere decir que los procesos materiales producen nuestro pensamiento, y el pensar del “Yo” produce aquéllos. Con ello la filosofía de Lange no es otra cosa que la historia, convertida en conceptos, del valiente Münchhausen que se mantenía suspendido en el aire agarrándose de su propia cabellera.
La tercera forma del monismo es aquélla que ya en el ser más simple (el átomo) considera unidas las dos entidades, la materia y el espíritu. Con esto tampoco se gana nada más que trasladar a otro lugar el problema que en realidad surge en nuestra conciencia. ¿Cómo llega el ser simple a manifestarse dualmente, si es una unidad indivisible?.
Frente a todos estos puntos de vista hay que hacer notar que el contraste fundamental y primordial se nos presenta en primer lugar en nuestra conciencia. Somos nosotros mismos quienes nos desligamos del suelo madre de la Naturaleza, y nos colocamos como “Yo” frente al “mundo”. Goethe lo expresa en forma básica en su trabajo titulado “La naturaleza”, si bien a primera vista su modo de hacerlo puede parecer poco científico: “Vivimos en medio de ella (la Naturaleza) y le somos extraños. Nos habla incesantemente y no nos revela su secreto”. Pero Goethe conoce también el aspecto contrario: “Todos los hombres están en ella, y ella en todos”.
Si bien es verdad que nos hemos alejado del contacto con la Naturaleza, también es cierto que sentimos: estamos en ella y pertenecemos a ella. Sólo puede ser su propio actuar el que también vive en nosotros.
Tenemos que encontrar el camino que nos conduce de nuevo a ella. Una sencilla reflexión puede indicarnos ese camino. Es cierto que nos hemos desligado de la Naturaleza; pero tenemos que haber tomado algo de ella en nuestro propio ser. Tenemos que buscar este ser natural en nosotros y entonces volveremos a encontrar la conexión. Esto es lo que le falta al dualismo. Considera la interioridad del hombre como un ser espiritual enteramente ajeno a la Naturaleza y trata de ligarlo a ella. No es de extrañar que no pueda encontrar el lazo de unión. Sólo podemos encontrar la Naturaleza fuera de nosotros, si primero la conocemos en nosotros mismos. Lo que en nuestro interior es semejante a ella, será nuestro guía. Con esto se nos señala nuestro camino. No queremos hacer especulaciones sobre la relación recíproca entre Naturaleza y espíritu. Queremos descender a lo hondo de nuestro propio ser, para encontrar allí aquellos elementos que, en nuestra huida de la Naturaleza, hemos retenido en nosotros.
La investigación de nuestro ser ha de traer la solución del enigma. Tenemos que llegar a un punto donde podamos decirnos: aquí ya no somos meramente “Yoes”, hay algo que es más que el “Yo”.
Soy consciente de que alguien que haya leído hasta aquí puede que encuentre que mi exposición no se ajusta “al estado actual de la ciencia”. Sólo puedo responder que no he querido hacer referencia a ninguna clase de resultados científicos, sino simplemente describir aquello que cada uno experimenta en su propia conciencia. El haber insertado algunas frases sobre los intentos de la conciencia para conciliarse con el mundo sólo tenía por objeto aclarar los hechos reales. Por la misma razón, tampoco ha sido mi intención emplear las distintas expresiones, como “Yo”, “espíritu”, “mundo”, “Naturaleza”, etc., del modo exacto en el que habitualmente éstas se usan en la psicología y la filosofía. La conciencia ordinaria no conoce las sutiles diferencias de la ciencia, y hasta aquí se ha tratado simplemente de considerar los hechos que se presentan todos los días. Lo que me importa no es cómo la ciencia ha interpretado la conciencia hasta ahora, sino cómo ésta se manifiesta en cada momento.

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Mensaje por Invitado 4/10/2009, 05:46

La Filosofia de La Libertad
III
EL PENSAMIENTO AL SERVICIO DE LA COMPRENSION DEL MUNDO
Cuando observo cómo una bola de billar que es impulsada, transmite su movimiento a otra, permanezco sin ejercer influencia alguna ante el desarrollo del suceso observado. La dirección y la velocidad de la segunda bola vienen determinada por la dirección y la velocidad de la primera. En tanto yo me mantenga como mero observador, sólo podré decir algo sobre el movimiento de la segunda bola después de que se haya producido. Es muy diferente, sin embargo, cuando empiezo a reflexionar sobre el contenido de mi observación. Mi reflexión tiene por objeto formar conceptos sobre dicho suceso. Relaciono el concepto de una bola elástica con otros conceptos determinados de la mecánica y tomo en consideración las circunstancias particulares que rigen en este caso. Trato de añadir, al proceso que se desarrolla sin mi influencia, un segundo proceso que se desarrolla en la esfera conceptual. Este último depende de mí. Esto lo demuestra el que yo puedo contentarme con la observación y renunciar a buscar concepto alguno si no tengo necesidad de formarlos. Pero si existe esta necesidad, sólo me quedo satisfecho cuando logro establecer una relación entre los conceptos bola, elasticidad, movimiento, impulso, velocidad, etc., con los que el suceso observado está relacionado de forma específica. Y tan cierto como que ese suceso tiene lugar independientemente de mí, lo es también que el proceso conceptual no puede desarrollarse sin mi actividad.
Será objeto de un examen posterior considerar si esa actividad es realmente la expresión de mi ser independiente, o si tienen razón los fisiólogos modernos al afirmar que no podemos pensar como queremos sino que tenemos que hacerlo según lo determinan los pensamientos y las combinaciones de pensamientos que en ese momento existen en nuestra conciencia. (Véase Ziehen. “Manual de la psicología fisiológica”, Jena 1893). Por ahora sólo se trata de constatar el hecho de que sentimos constantemente la necesidad de buscar los conceptos y secuencias de conceptos, que tienen una determinada relación con los objetos y sucesos que nos vienen dados sin nuestra influencia. Si nuestro actuar es realmente nuestro, o si lo llevamos a cabo por una necesidad inalterable, es una cuestión que dejamos por el momento. Que a primera vista aparece como nuestro, es incuestionable. Sabemos perfectamente que con los objetos no nos son dados los conceptos correspondientes. Que yo sea el agente puede ser una apariencia, pero en cualquier caso la observación inmediata así lo establece. La pregunta ahora es: ¿Qué ganamos con encontrar el concepto correspondiente a un suceso dado?.
Hay una diferencia fundamental entre las dos maneras en que, para mí, se relacionan las partes de un suceso, antes y después de encontrar los correspondientes conceptos. La mera observación puede seguir las distintas partes a lo largo del transcurso de un suceso dado; pero su relación permanece oscura sin la ayuda de los conceptos correspondientes. Veo la primera bola de billar moverse hacia la segunda en una cierta dirección y con una determinada velocidad; tengo que esperar a ver lo que pasa después del choque y esto también lo podré observar sólo con la vista. Supongamos que alguien me tapa el campo visual del suceso en el momento del choque, de manera que, como mero observador, no sé lo que ocurre después. Es diferente si antes de la obstrucción he encontrado los conceptos correspondientes a la situación dada. En este caso puedo decir lo que ocurre, aunque no tenga la posibilidad de observarlo. La mera observación de un suceso o de un objeto no revela nada sobre su relación con otros sucesos u objetos. Esta relación sólo aparece cuando a la observación se une al pensar.
Observación y pensar son los dos puntos de partida para todo impulso espiritual del hombre, en tanto él es consciente de tal impulso. Tanto el uso del sentido común ordinario, como las investigaciones científicas más complejas se basan en estos dos pilares de nuestro espíritu. Los filósofos han partido de diversas antítesis fundamentales: idea y realidad, sujeto y objeto, apariencia y ente en sí, yo y no-yo, idea y voluntad, concepto y materia, energía y substancia, consciente e inconsciente. Pero es fácil mostrar que a todas estas antítesis tiene que preceder la de la observación y pensar, como el contraste más importante para el hombre.
Cualquiera que sea el principio que queramos establecer, tenemos que mostrar haberlo observado en alguna parte, o bien, expresarlo en forma de un pensamiento claro, que puede ser pensado por cualquier otra persona. Todo filósofo que desee hablar sobre sus principios básicos, tiene que hacerlo en forma de conceptos, y para ello valerse del pensar. Con ello admite indirectamente que para su actividad presupone el pensamiento. No se va a tratar ahora de si es el pensar, u otra cosa cualquiera, el elemento principal de la evolución, es evidente de antemano. En el devenir de los hechos del mundo, el pensar puede desempeñar un papel secundario, pero en la formación de una opinión sobre los mismos, desempeña sin duda el papel principal.
En cuanto a la observación, es inherente a nuestra organización al servirnos de ella. Nuestro pensamiento sobre un caballo y el objeto caballo son dos cosas que aparecen separadas para nosotros. Y este objeto sólo nos es accesible por la observación. Tan imposible nos es, por el hecho de mirar a un caballo, formarnos el concepto correspondiente, como lo es producir un objeto que le corresponda, solamente a través del pensar.
La observación precede en el tiempo al pensar. Pues incluso el pensar tenemos que aprehenderlo por medio de la observación. Lo que hemos expuesto al comienzo de este capítulo ha sido esencialmente la descripción de una observación, cómo el pensar surge ante un suceso y va más allá de lo dado sin su intervención. Todo lo que entra en la esfera de nuestras experiencias, tenemos primero que percibirlo por la observación. El contenido de las sensaciones, percepciones, conceptos, sentimiento, actos volitivos, las imágenes de los sueños y de la fantasía, representaciones, conceptos e ideas, todas las ilusiones y alucinaciones, nos vienen dados a través de la observación.
Sin embargo, el pensar como objeto de la observación, se distingue esencialmente de todas las demás cosas. La observación de una mesa, de un árbol, se produce en mí tan pronto como esos objetos aparecen en el horizonte de mis experiencias. Sin embargo, el pensar no lo observo en el mismo instante. Tengo que situarme primero en un punto de vista fuera de mi actividad si, además de la mesa, quiero observar mi pensar sobre ella. Mientras que la observación de los objetos y sucesos, y el pensar sobre ellos, son estado que llenan el discurrir de mi vida, la observación del pensar, en cambio es un estado excepcional. Hay que considerar este hecho debidamente cuando se trata de definir la relación del pensar con el contenido de la observación de todo lo demás. Hay que tener presente que en la observación del pensar se emplea un procedimiento que constituye el estado normal para la contemplación de todo el resto del contenido del mundo, pero que en el desarrollo normal de este estado, se aplica al pensar mismo.
Alguien podría objetar que lo mismo que acabo de decir con respecto al pensar, también es válido para el sentir y las demás actividades espirituales. Cuando, por ejemplo, tenemos el sentimiento de placer, éste es suscitado también por un objeto y, en efecto, yo observo este objeto, no el sentimiento de placer. Sin embargo, esta objeción se basa en un error. El placer no guarda en absoluto la misma relación con su objeto que el concepto que forma el pensar. Soy plenamente consciente de que el concepto de una cosa se forma por mi actividad, mientras que el placer se suscita en mí por efecto de un objeto, de modo similar al cambio que, por ejemplo, produce una piedra que cae sobre un objeto. Para la observación, el placer aparece exactamente igual que el suceso que lo origina. No se puede decir lo mismo con respecto al concepto. Puedo preguntar: ¿Por qué un determinado suceso suscita en mí

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